Comparto
con ustedes un pedazo de la vida de mi abuelo y su perro, el Tedy. La nula
originalidad en el nombre del perrín es imputable a mi persona, agravada por
ser nombre de oso.
El
Tedy de origen era un perro callejero que simplemente arribó a nuestra casa
para adoptarse con nosotros. Yo era entonces un adolescente, había tenido
varias mascotas, entre perros y gatos, pero el Tedy fue el preferido de la
familia, especialmente por el abuelo… vaya sí lo fue, si se convirtió en su
gran compañero.
Todos
quisimos al Tedy, él también nos quiso; esto que suena a Poema Veinte de Neruda
sería la mejor manera de definir nuestra relación humano-perruna. El Tedy era
gracioso, noble, altamente cariñoso y tenía una que otra gracia, no muchas, a
decir verdad.
Solía
el Tedy acompañar a mi mamá cuándo ella se ponía a hacer sus pasteles y
ambigús, afición maternal con que se procuraba una “plata” colocando sus
exquisiteces gastronómicas básicamente con sus compañeros de trabajo. Compañía
la del Tedy ciertamente interesada, pues mi madre tenía la generosidad de darle
probetes de pastel, gelatinas, galletas, yemas de huevo, y otros bocadillos.
Ah, porque el Tedy comía de todo lo de la comida familiar, nunca que yo
recuerde se le dio comida perruna, menos ésas cosas que ahora comen los
perracos; claro, no existían, pero aunque existieran entonces, nuestro perrín
se alimentó con arroz, frijoles, sopas, espaguetis, guisados de proteína animal
y postres.Creo que no era afecto al café.
Poco
tiempo después de que llegó el Tedy a nuestra vida familiar yo me fui a
estudiar a Monterrey. Unos años después, al filo de la conclusión de mi carrera
mi madre murió. Mi padre había muerto siendo yo muy pequeño.
Pasaron
más años, para entonces ya me había recibido yo de arquitecto, seguía viviendo
en Monterrey y trabajaba en una compañía constructora. En mis vacaciones
viajaba a visitar a mis abuelos que se habían ido a vivir a Fortín de las Flores,
un tranquilo y bello pueblecito del estado de Veracruz. No sólo ellos
me recibían con cariño, también el Tedy, que demostraba su júbilo haciendo
cabriolas. Mientras yo permanecía en Fortín era mi compañero inseparable
aunque, desde luego, el preferido era mi abuelo, yo estaba en segundo lugar.
Siguieron
pasando los años y la abuela murió. El abuelo se quedó solo. Solo,
y su perro.
El
Tedy pasó a ser el gran compañero de mi abuelo, leal, cariñoso, entrañable
compañero.
Abuelo
y perro se hacían más viejos, se cuidaban mutuamente; bueno, mi abuelo decía
que el Tedy lo cuidaba, y él no se diga los cuidados que le prodigaba a su
perro, que ya acusaba los achaques de la tercera edad canina. Cuidados que a mí
hasta me causaban algo de risa, pero viéndolo reflexivamente eran la
manifestación de cuánto lo quiso. Y es que el abuelo hasta le daba aspirina
cuándo según él le dolía la cabeza al Tedy, lo que hacía diluyendo un pedazo de
la tableta en una cuchara con un poco de agua, que el perrín tomaba sin reparo alguno.
Igual le procuraba algún brebaje para la panza, o le frotaba Vicks en
malestares griposos.
Un
día recibí en la constructora una llamada telefónica del abuelo. Me habló para
comunicarme que el Tedy había muerto. No supe bien qué decirle, como difícilmente
se pueden encontrar palabras para alguien que ha perdido un ser querido. Sonará
a melodrama o exceso, pero no puedo interpretar de otra manera lo que fue el
Tedy para mi abuelo.
Fue
un perro longevo. Entre aquel día que se apareció en nuestra casa y su muerte
transcurrieron quince años, y ha de haber tenido dos cuando nos llegó. Murió de
viejo y, según el abuelo, murió tranquilo. Creo que fue un perro feliz.
Alguna
vez le platiqué a un buen amigo cómo mi hija Tania se hizo de su gata, la
“Colmi”. Era una gatilla al borde de la inanición que merodeaba cerca de un
mercado, Tania la adoptó, la alimentó, la cuidó como hasta la fecha. Hoy la
Colmi es una gatona cuya rechoncha anatomía difícilmente hace pensar que en su
origen fue casi esquelética. Mi amigo, obviamente gatófilo, me dijo que, por
haber hecho eso, Tania tiene ganada la mitad del cielo.
Pero
el Tedy, el perro que quiso la familia, pero que finalmente fue el fiel
compañero del abuelo en años difíciles de tristeza y soledad, por eso, que fue
tánto, estoy seguro que se ganó no la mitad, sino entero, el cielo de los
perros.